miércoles, 16 de febrero de 2011

Llegamos a Bogotá

Bogotá, 9 de julio 2010, 07.34 a.m
En ese preciso instante me disponía a enviar un puñado de palabras tranquilizadoras, vía e-mail, a la familia y amigos que habían quedado al otro lado del océano atlántico. A nuestra llegada, la noche anterior, no fue posible conectar los portátiles a la red de los Charrera, nombre de pila de la familia Chahín-Herrera. Intrusos esos recién llegados computadores. Gladys e Iván pasaban a ser desde ese momento la ‘ma’ y el ‘pa’ bogotanos, el calor más próximo en una tierra que acaba de alojarnos. Imanol y yo llegamos al aeropuerto del Dorado antes de lo previsto, aun habiendo salido de Barajas con tres cuartos de hora retrasados. Cuando pisé el suelo de la capital colombiana creí, por un instante, haber vuelto a Bilbao (y lo creería algunos instantes más durante mi estadía). Estaba lloviendo y la temperatura rondaba los quince grados centígrados. Para sus habitantes era un clima frío, por eso llaman “la nevera” a Bogotá. Los Charrera nos esperaban sonrientes, encantados de tenernos por allí. Cuando nos encontramos habían pasado las seis de la noche. A esa hora el tráfico emprende a diario su peculiar revolución. No nos quedó otra que esperar a que pasara ese paréntesis de atascos (“trancones”). Y me alegro, porque pasamos el tiempo tomando café, no podía ser de otra forma. Acabábamos de llegar al país cafetero por excelencia y yo, medio adicta al “tinto” (café solo), lo sabía bien. De todos modos, cuando me invitaron a tomarlo, me imaginé una copita de vino. Por suerte la palabra no comparte el mismo significado al que nosotros estábamos acostumbrados. Tardamos cuarenta minutos de adrenalina automovilística en llegar a casa de los Charrera. No tardé mucho en poner cara de circunstancia cuando me tocó ser testigo del caos que prima en la circulación de la capital. Prioridad para motos, carros y perros. Tú como peatón ya te las arreglarás para no accidentarte. Y adelantar, más aún si vas en moto, da igual hacerlo por la derecha que por la izquierda. Eso sí, controlan que no veas. Ya en el hogar, dulce hogar, supe que ocuparía el cuarto de Dana, el tesoro de los Charrera que ahora vive en Alemania. Imanol se instaló en la misma planta, en la habitación de enfrente. Desde aquella llegada nos dieron libertad total para transitar por la casa como cualquiera de ellos. Nos habíamos puesto en manos de dos personas preocupadas (muy preocupadas) en hacer de nuestra estancia algo agradable. Esa noche celebramos nuestra bienvenida con vino chileno “Gato Negro” y una conversación a cuatro en el acogedor saloncito de la planta baja. Los días por Bogotá nos aclimataron con gusto al país.  Empezamos conociendo “la calle mágica” (en vocabulario Charrera) del barrio de Suba, calle recta de recreo comercial donde encontrar cualquier cosa que una esté buscando. Lo mismo daba un teléfono móvil que un botón.
Paseamos de noche por los alrededores de la Plaza Bolívar, guiados por las explicaciones de Popeye, un legendario mentor callejero, el que mejor conoce (y no guarda) los secretos del lugar y las historias de quienes lo habitaron. Tomamos café, más café (bendito paraíso), vimos de cerca a los gorditos de Botero y nos gozamos la vida con tantas ganas que no puedo evitar sentir ganas locas de volver.  Una de aquellas primeras mañanas, Imanol y “mi persona”, como escuché decir por acá, presentamos nuestros proyectos de acción radial en la sede “Colombia Multicolor”. Allí nos encontramos con la sonrisa de Mónica Valdés, otro miembro activo del combo de éste nuestro intercambio. Ya estábamos en Colombia, poniéndole cara a Bogotá…y qué lindo aterrizaje.


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